viernes, 7 de octubre de 2016

XXI

Salimos del bar riéndonos distendidamente. Nos conocíamos de hacía ya tiempo, cinco o seis años, pero en aquel momento éramos como completos desconocidos. Por mi cuerpo subían y bajaban entremezclados distintos sentimientos que se me antojaban ya olvidados. Ella me miraba y sus ojos caían cansados a causa de las cervezas que ya habíamos tomado. Su rostro era radiante e iluminaba el camino, el mundo entero; entonces, para mí, nada más existía: sus ojos verdes, sus labios apretándose dulcemente alrededor del cigarro, sus gestos inconscientes, la noche fluctuando en su melena… el universo entero se centraba en ella, y a su alrededor yo orbitaba. Caminamos sin rumbo por calles anónimas, de bar en bar, de cerveza en cerveza, entre vasos y besos, y cigarros olvidados en ceniceros de terrazas. El tiempo discurría, pero no importaba. La noche era nuestra. 

Acabamos borrachos y felices en la cama. Follamos y después compartimos un cigarro. Recorrí con la mirada todos los detalles de su cuerpo y terminé perdiéndome en aquellos ojos verdes que eran como dos luceros que amanecían en la tiniebla que era mi ser. Nos besamos y fuimos a dormir. Yo me quedé unos minutos más despierto viendo como el sol empezaba a romper la serenidad de aquella noche inagotable. En aquel momento recuerdo que me sentí realmente uno con todo: amaba, no solo a ella, sino a mí mismo y a todo cuánto existía; yo era uno con el universo. No trascendí la existencia, ni alcancé ninguna suerte de conocimiento superior, ni me convertí en un buda, ni comprendí la metáfora de dios. Fue un instante preciso, breve como un suspiro, en el que experimenté el verdadero ejercicio del amor más allá de toda contingencia. Retuve cuánto pude y pronto caí rendido, esperando despertar acompañado y con poca resaca. 

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