El sepulturero
Hasta entonces, durante toda mi vida, sólo había acudido a un funeral, el de mi abuelo. Pero ahí me encontraba, en aquel cementerio de color verde oscuro, húmedo y en cierta medida menos pesadumbroso de lo que esperaba, viendo como el ataúd se hundía en la tierra amarga. ¿Quién era el difunto? No lo recuerdo, pero tampoco siento remordimiento ni pena. Aquella caja de madera que descendía lentamente, continente de un frío cadáver, me parecía tan anónima y tan ajena, que no podía sentir ningún temple en mi existencia. ¿Por qué estaba yo allí? Las personas a mi alrededor lloraban, agachaban la cabeza con pesar o se consolaban los unos a los otros. Sin embargo yo, allí me encontraba, aguantando estoicamente aquel chaparrón social que caía sobre mi, como una lluvia fría una tarde de otoño. Miré a mi alrededor con la vana esperanza de encontrar una salida a aquella situación. Oteé con desgana a todas aquellas personas y escudriñé aquellos rostros vacíos, sin encontrar respuesta. Alcé la vista y contemplé los cipreses irregularmente recortados, los pájaros que volaban sobre el camposanto, distraídos por la vida que seguía su curso. Observé incluso el viento fresco que soplaba con suavidad. Insignificante levedad de la existencia... Aparté la vista hacia otros paraísos. Más allá, pero, me cautivó una figura que cavaba. Se movía maquinalmente, distraída en su tarea, siempre de espaldas a mí por lo que no pude verle el rostro en ningún momento. Me resultaba extrañamente familiar. ¿Quién era aquel sepulturero? Sabrina me cogió del brazo de pronto, avisándome de que el funeral había terminado. El muerto al hoyo y el vivo al bollo, como dicta el refrán.
Pasaron dos semanas sin más pena que gloria, con las mismas vicisitudes y los mismos quehaceres de siempre, hasta que me vi sorprendido, de pie, de nuevo, en otro funeral. Otro muerto, otras personas y los mismos sentimientos, la misma indiferencia, la misma levedad. Y, especialmente, la misma figura del sepulturero cavando a lo lejos, de espaldas, otra vez anónimo. El muerto descendía con el ataúd, adentrándose en la tierra, y con él sentía que descendía también algo de mí. Era como si aquella caja anónima contuviera en secreto una parte íntima de mí, una parte que ya no me servía, que ya estaba agotada, pero que no me había atredivo a desprenderme de ella. Un peso inútil en mi ser, un lastre. Una sensación extraña, de amargura y de alivio al mismo tiempo.
Volví a asistir frecuentemente a más entierros. Me siento incapaz de recordar a los difuntos, pero sí me hice capaz de definir aquella náusea que sentía por ver pedazos míos perderse para siempre entre los muertos, consecutivamente en cada funeral. Aquel familiar sepulturero seguía siempre allá, a lo lejos, cavando hoyos nuevos que yo presentía que de algún modo eran para mí. No logré alcanzar a descubrir quién era.
Así ha sucedido durante los últimos casi tres años, hasta que por fin hoy la sorpresa de una càlida y espontánea revelación me ha abrazado con sosiego. De nuevo estoy en un funeral, pero ya no hay más presentes que yo. Nadie llora, nadie lamenta; solo desciende la madera fúnebre que encierra y entierra consigo aquellos dejes de mi alma que ya no me sirven por no poder aceptarlos más: necesidades superfluas, mentiras y falacias, conveniencias sociales, ideas preconcebidas, lo obvio... cada entierro es una liberación personal, un desanclarse de un pasado antojado como triste y desdibujado.
Cuando hubo terminado la ceremonia, me acerqué con curiosidad al sepulturero que tanto me había intrigado con la intención de descubrir su identidad. Seguía cavando un hoyo que yo sabía que en un futuro estaba destinado a contener otra parte de mí de la que debía desprenderme. Le saludé con cordialidad y él se giró. Me tendió la mano sin articular palabra, esbozando una sonrisa sincera en la boca y el corazón se me estremeció. Le di la mano tan sólo para comprobar que aquel sepulturero era yo.