sábado, 20 de febrero de 2016

XIX

El paseo

Salgo a caminar tranquilamente por el pueblo. No tengo rumbo ni destino, y voy sobre la marcha trazando la ruta que sigo. Pronto me apetece andar alejado del bullicio, por una calle menos transitada y más oscura; pronto viro una esquina y me mezclo entre la gente. Me dejo al arbitrio de mis afectos. Realmente no presto gran atención al resto de personas que se hallan a mi alrededor. Camino maquinalmente, abstraído en no sé qué pensamiento sobre el que voy reflexionando mientras sorteo personas con ligereza. En ningún momento detengo mi marcha, pero bailo entre ellas evitando el contacto, como pajarillos en sus bandadas; como partículas con la misma carga que se repelen, no por voluntad sino por propia constitución. Así me siento en gran medida cuánto más rodeado de otras personas me encuentro. Cuando necesito estar solo, siempre intento salir a dar un paseo por un lugar transitado. Siento la presencia de otras personas, tan ajena y limítrofe a mí; siento esa sensación de repulsión que se ejerce por todas direcciones, y así me es más fácil retraerme a mi propio dominio.

Son cerca de las siete de la tarde, no sé si ya ha llegado o aun faltan unos minutos por llegar. Tampoco importa demasiado. Camino a través de familias y parejas, de gentes que van y vienen, ocupadas en sus obligaciones. Los niños corretean erráticamente, se cruzan, tropiezan y lloran reclamando el consuelo del padre o la madre. Pasan grupos de adolescentes que ríen escándalosamente, como queriendo demostrar constantemente su floreciente juventud. Dejo caer eventualmente mi mirada en sus rostros, en los padres, los adolescentes, los ancianos y los niños, y los examino por encima. No busco nada en concreto, pero tampoco encuentro nada en especial. Son todos tan iguales... De vez en cuando llama mi atención alguna chica que aparece como un destello tranquilo y sosegado en medio de la vida que se desarrolla con normalidad. La miro con curiosidad pero pronto se desvanece mi interés; el destello se apaga y yo sigo a lo mío.

Cruzo las vías del tren por el puente y me detengo en el punto más alto, justo encima de las vías. Miro hacia el oeste, dónde se encuentra mi casa. El sol se está poniendo y allí el cielo cae en un degradado de violetas, naranjas y rosados. Contemplo unos segundos la escena y atesoro la imagen. No es nada del otro mundo, no merece tal vez tanta pompa por mi parte, pero he de reconocer que me gustan estos momentos. Aquí, en medio de la cotidianidad de una vida poco destacable, soy como la cuerda de un instrumento que han agitado levemente: vibro unos segundos en mi sensibilidad, genero emoción y poco a poco ceso y vuelvo a mi estado habitual.

Reanudo mi marcha por las afueras del pueblo. Adelanto una pareja de ancianos que pasea, me cruzo con un chico y su perro. Los coches van y vienen y se me hacen molestos, así que en el siguiente cruce giro la esquina y me conduzco por una calle menos transitada. Ya es de noche y ahora todo se ha vestido con la luz anaranjada del alumbrado público y con las largas y múltiples sombras que ésta proyecta. Un ligero fresco me viene acompañando toda la tarde y lo agradezco. ¿Qué hora es ya? No importa, no; es irrelevante, me digo y sigo andando. Evito mirar la hora pero calculo que hará ya casi dos horas que salí de casa y nada he hecho salvo dar un paso tras otro, uno tras otro, hasta llegar a dónde me encuentro. Pienso de qué ha servido este paseo; tal vez podría haber invertido el tiempo en algo más productivo, pero eso ya no importa. Son pasos que ya no se pueden desandar. No siento en mi corazón ninguna pérdida de tiempo, si acaso la he sentido alguna vez. El tiempo que pasa es una simple conveniencia, una comodidad licenciosa que nos tomamos para situarnos unos respecto a otros y respecto a nosotros mismos. Cuando uno se detiene un poco y mira con un poco de inteligencia despierta puede ver que el tiempo no pasa, que es puro espejismo; un espejismo muy útil, sin duda, pero tan solo un fluir de ningún lugar hacia ningún otro lugar. Toda actividad despierta que desarrollo, en cambio, genera vida, ilusión de cambio, transcurrir del tiempo. En otras palabras, mi vida no es un contenedor de tiempo que se vacía hacia la fatalidad, no es un reloj de arena que se precipita lentamente y me acerca, grano a grano, a la muerte. Yo no poseo más que unas pocas virtudes, unos cuantos vicios, otras tantas alegrías y pocas más desgracias; sin embargo el tiempo no es ninguna de ellas. No puedo malgastar ni perder aquello que no poseo. Cada paso, cada acto, cada pensamiento genera este inexorable devenir que llamamos vida. Soy, por tanto, responsable de mi vida y no puedo más que comprometerme en este acto de creación. No tengo, literalmente, tiempo que perder, tan solo vida que expandir.

Abandono de pronto mis reflexiones. Me he conducido solo hasta casa, sin reparar apenas por dónde he venido ni con quién me he cruzado. Sigo sin saber qué hora es exactamente, pero mi sábado ha terminado ya. Entro en casa y saludo con un gesto la soledad que me recibe celosa. Qué pocos besos nos quedan entre nosotros, parece decirme, y me seduce con sus juegos de sombras y silencios. Qué poco nos queda, maldita.

XVIII

La tarde. Porque ella lo dijo.

La tarde transcurre en su medianía y yo me encuentro en casa, sentado en el sofá mientras leo. El sol brilla en el cielo azul y éste, a su vez, sobre el azul del mar. Las ventanas no me arrojan directamente los rayos del sol, que a estas horas queda en la parte posterior del edificio, sino que me proveen de una cálida claridad. Una leve brisa fresca mueve las ramas de los pinos, que bailan y se mecen con suavidad. No hace mucho calor y eso me sienta bien. ¿Qué leo, si acaso eso importa? Voy pasando las páginas, con tranquilidad. Paladeo las frases, degusto las formas e imágenes que proyectan en mi cabeza; continuo leyendo, ajeno al mundo en este pequeño páramo de sosiego. Ahora mismo no tengo obligaciones ni dependencias. El tiempo ha dejado de reclamar mi atención y me permite un descanso, una pequeña parcela en límite de la existencia. Se está realmente bien.
Avanzo en la historia de un protagonista, dentro de su propio yo. A medida que voy conquistando páginas él logra ir conquistándose un poco más a sí mismo. No puedo evitar sentirme algo cómplice.

La puerta entonces se abre pesadamente y entra ella. ¿De dónde viene?, ¿Qué ha estado haciendo?, ¿Cómo está?, pienso;  pero estos pensamientos cruzan tan rápido mi mente que apenas les presto atención. Yo aún estoy demasiado arrojado en mi lectura. Deja las cosas y viene; camina alrededor de la mesa con pasos aliviados. Yo la sigo con la mirada mientras se acerca. Simplemente no decimos nada. Llega al sofá y alarga delgada la mano que acaricia mi cabeza afeitada y cae por mi mejilla. Se acerca, me incorporo un poco y ella se acomoda. Me besa y no decimos nada; simplemente ya lo hemos dicho todo. Continuo leyendo unas páginas más hasta que termino el capítulo. Cierro el libro y ambos miramos por la ventana. El sol se muestra cansado y se prepara para ponerse. Me gusta este momento del día. Durante la próxima hora el paisaje cotidiano de cada día se tiñe de distintas capas de colores, de distintas luces y distintas sombras que disfruto de un modo especial. Acordamos salir fuera, al balón. Lío un cigarro y lo enciendo; trago el humo, lo siento en los pulmones y lo echo fuera. Repito de nuevo el proceso y le doy el cigarro y ella fuma. Se ha  levantado un poco de aire y los pinos parecen danzar. Por un momento todo parece reposado y silencioso, el maravilloso gozo de lo cotidiano.

Me detengo a mirarla, a verla serena y me gusta saberme, en parte, cómplice de ese afecto. Terminamos de fumarnos el cigarro. Hola guapita, le digo, y comienza nuestra tarde.

lunes, 15 de febrero de 2016

XVII

Siento hoy mi espíritu más elevado de lo normal, serenamente emocionado, como si mi alma estuviera compuesta de filamentos finísimos que han permanecido inertes, aletargados durante mucho tiempo y que ahora, caprichosamente, han resurgido en su hacer y su querer. Casi cualquier cosa me emociona sobremanera y me arranca de la aparentemente apacible paz en la que andaba sumergido. Mis sentidos se excitan con la mera contemplación del cielo azul y la luz del sol, con el silencio, con la brisa fresca de la mañana, con los adoquines de la calle y la mundanidad de las cosas cotidianasmis deseos arden con el simple recuerdo de tu carne. Tan solo necesito sentarme y evocar en mis pensamientos el simple movimiento para sentir en mi piel y en mi corazón la pura sensación de velocidad. Hoy me he vuelto hipersensible al mundo y sus fenómenos. Todo en mí son cuerdas que responden y vibran ante todo. Estoy abierto a toda sensibilidad y eso me violenta y me agita, como se agitan y rasgan las cuerdas del violín que agarra la muerte cuando interpreta su danza macabra. Tan solo en esta irremediable agitación de mi alma, en este arrojo de mi ser al caótico e inexorable paso del devenir, he hallado realmente una verdadera reconciliación conmigo mismo.

domingo, 14 de febrero de 2016

XVI

He requerido de muchos días y de muchos kilómetros; he requerido de mucha energía y determinación para volver a sentirme sincero y sereno en tan solo veintiséis palabras.

La luz de mis días, 
el motivo de mi eros;
mi placer y mi deseo. 
Eres tú, lo confieso, 
la única alegría 
que despierta mis celos.

martes, 9 de febrero de 2016

XV

Yo ya estoy hecho.
En mí han vibrado ya
pasadas y futuras decepciones.
No temo la muerte ni la vida,
ya no exijo condiciones.
Palpitan canciones en mi pecho
y estallan en mis ojos mil colores.
No estoy triste por mis carencias
de ambiciones o de amores;
al fin y al cabo aún estás tú:
la luz que ciega mi mundo,
la reina de mi campo de flores.