lunes, 28 de marzo de 2016

XX

Y abrazado a su vientre es dónde yo encontré el verdadero milagro: no había ni dioses ni sacerdotes, ni casposas liturgias. No había consagraciones, ni redenciones, ni bendiciones; nada. Había tan solo su carne y su piel, su extensa suavidad confrontada a la severidad de la mía. Allí, bajo el cobijo de sus pechos, me ocurrió la verdadera paz. Cerré los ojos y la abracé con fuerza. Ya no me importaba morir, o vivir así para siempre, si acaso ambas cosas no son la misma. Había dejado atrás el dolor y en mí sólo había gozo, lo había trascendido todo. Abrazado a su vientre desnudo, una mañana cualquiera, es dónde yo me convertí en un pequeño buda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario